Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

sábado, 21 de abril de 2018

La resurrección del Señor (y 6)


Durante toda la semana hemos reflexionado en el significado de la resurrección y glorificación del Señor. Hoy nos detendremos en lo que significa que Cristo resucitado ha sido nombrado juez de vivos y muertos.

El Hijo de Dios se hizo hombre al nacer de la Virgen María. Cuando, después de su vida pública, muerte y resurrección, subió al cielo, llevó consigo nuestra humanidad y nos abrió el camino de la vida eterna. Él mismo había dicho: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Ahora se cumplen sus promesas.

Al final de los tiempos, Cristo llevará a plenitud su obra salvadora. Si hemos creído en sus enseñanzas y hemos intentado ponerlas en práctica, escucharemos de sus labios las palabras más dulces que se pueden imaginar: «Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde antes de la creación del mundo» (Mt 25,34). En esos momentos, Dios mismo «secará las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). 

Tenemos que entender bien qué significa el juicio de Jesucristo. Él no necesita pronunciarse. Cada uno de nosotros, con sus elecciones, se juzga a sí mismo, tal como dice el evangelista san Juan: 

«Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque hacían el mal» (Jn 3,17-19). 

Cristo es la luz del mundo, el salvador enviado por el Padre. Ante él hay que hacer una opción: o acogemos la luz, el perdón y la vida, o permanecemos en la oscuridad, la culpa y la muerte. La propia salvación o condenación dependen de nuestra actitud ante su persona. 

El juicio es, al mismo tiempo, salvación para los que reciben a Cristo y condenación para quienes lo rechazan. Por lo tanto, cada uno de nosotros se juzga a sí mismo, al decidir de qué parte quiere estar. 

San Juan dice que, cuando Jesús vino a los suyos, «los suyos no lo recibieron; pero, a cuantos lo recibieron, les dio poder para convertirse en hijos de Dios» (Jn 1,11-12). 

Este es el drama del ser humano: Cristo viene a darle vida eterna, a hacerle hijo de Dios, pero no le obliga, sino que respeta su libertad. Cada persona debe decidir por sí misma y, con sus opciones, condiciona su futuro.

Jesucristo anuncia el amor de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven» (1Tim 2,4), pero también la responsabilidad de nuestros actos. Por eso, al final, «los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio» (Jn 5,29).

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