Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 2 de marzo de 2022

Miércoles de ceniza: Recuerdo de nuestra fragilidad


Durante los primeros siglos del cristianismo, se imponían las cenizas sobre la cabeza y se vestían de saco los pecadores públicos que querían ser reconciliados con la Iglesia al llegar la Pascua. Tenían que pasar 40 días de ayuno y penitencia antes de conseguir el perdón.

A partir del siglo IX empezó a abandonarse la penitencia pública sacramental, en la que los grandes pecadores oraban a las puertas de las iglesias con las cabezas cubiertas de cenizas. Pero otras personas pedían recibir las cenizas y hacer penitencia durante el tiempo cuaresmal, aunque ya no pertenecieran al llamado "orden de los penitentes".

En el siglo XI se generalizó la imposición de las cenizas a todos los fieles con un significado nuevo: el de la fragilidad de la vida, por lo que se convirtió en una invitación a estar preparados para cuando llegue la muerte. 

Desde el siglo XII, la ceniza proviene de la quema de los ramos y palmas que se usaron el Domingo de Ramos del año anterior para aclamar a Cristo como rey. Los ramos convertidos en ceniza denuncian que hasta nuestros mejores deseos se quedan muchas veces solo en palabras, en propósitos que no se materializan, en polvo y ceniza.

Este rito subraya, al mismo tiempo, la fragilidad del hombre y la confianza que Dios tiene en él, dándole una nueva oportunidad. El ministro impone la ceniza mientras dice: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19), o bien: «Conviértete y cree en el evangelio» (Mc 1,15). 

San Clemente afirma que, en todas las épocas, Dios ha concedido una oportunidad de conversión, un tiempo de penitencia. Sucedió en tiempos de Noé y en tiempos de Jonás, de ello hablaron los profetas y los evangelistas. De tan variados testimonios hemos de aprovecharnos en este tiempo de gracia: «Emprendamos otra vez la carrera hacia la meta de paz que nos fue anunciada desde el principio y fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador del universo, acogiéndonos a los magníficos dones y beneficios de su paz».

Así pues, la Cuaresma es un «camino» (o una «carrera», en palabras de san Clemente, que evoca 2Tim 4,7) que comienza con la imposición de la ceniza y termina con la renovación pascual. 

Se parte de la aceptación de nuestra fragilidad moral (expuestos al pecado) y física (sujetos a la enfermedad y a la muerte), para llegar a participar en la victoria de Cristo. 

En palabras de san Pablo, es el paso del hombre carnal al espiritual, de guiarse por los instintos a seguir las mociones del Espíritu Santo. 

El pecador es desobediente, como el viejo Adán; pero está llamado a vivir en comunión con Dios, como Jesús, nuevo Adán. Ese es el proceso de conversión que caracteriza la Cuaresma y que todos los creyentes estamos llamados a recorrer.

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