Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

lunes, 5 de diciembre de 2022

Nican Mopohua. Historia de la Virgen de Guadalupe


El cuadro -de estilo barroco colonial- representa a la Santísima Trinidad pintando la Virgen de Guadalupe. Es de autor desconocido y se conserva en el museo de la basílica en la ciudad de México.

El “Nican Mopohua” es un texto escrito en idioma naualth en el siglo XVI, que recoge la historia de las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Dice así:

Un sábado de 1531, a principios de diciembre, un indio llamado Juan Diego, iba muy de madrugada del pueblo en que residía a la ciudad de México, a clase de catecismo y a la Santa Misa. Al llegar junto al cerro llamado Tepeyac amanecía y escuchó que le llamaban de arriba del cerro diciendo: "Juanito, Juan Dieguito".

Él subió a la cumbre y vio a una Señora de sobrehumana belleza, cuyo vestido era brillante como el sol, que con palabras muy amables le dijo: "Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿adónde vas?... sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios, por quien se vive; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y lo que has oído... Hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo".

Él se arrodilló y le dijo: "Señora mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo, tu humilde siervo". Y se fue de prisa a la ciudad, al palacio del obispo, que era fray Juan de Zumárraga, religioso franciscano. Cuando el obispo oyó lo que le decía el indiecito Juan Diego, no le creyó. Solamente le dijo: "Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio".

Juan Diego se volvió muy triste porque no había logrado que se realizara su mensaje. Se fue derecho a la cumbre del cerro y encontró allí a la Señora del Cielo que le estaba aguardando. Al verla se arrodilló delante de ella y le dijo: "Señora, la más pequeñas de mis hijas, niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado; aunque con dificultad entré adonde es el asiento del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste... Comprendí perfectamente en la manera que me respondió, que piensa que es invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya; por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro".

Ella le respondió: "Oye, hijo mío, el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo lo solicites y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío, el más pequeño, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad, que tiene que poner por obra el templo que le pido".

Pero al día siguiente el obispo tampoco creyó a Juan Diego y le dijo que era necesaria alguna señal maravillosa para creer que era cierto que lo enviaba la misma Señora del Cielo. Y lo despidió.

El lunes, Juan Diego no volvió al sitio donde se le aparecía nuestra Señora porque su tío Bernardino se puso muy grave y le rogó que fuera a la capital y le llevara un sacerdote para confesarse. Él dio la vuelta por otro lado del Tepeyac para que no lo detuviera la Señora del Cielo, y así poder llegar más pronto a la capital. Mas Ella le salió al encuentro en el camino por donde iba y le dijo: “Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿NO ESTOY YO AQUÍ, QUE SOY TU MADRE? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro que ya sanó... Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia”.

Juan Diego subió a la cumbre del cerro y se asombró muchísimo al ver tantas y exquisitas rosas de Castilla, siendo aquel un tiempo de mucho hielo en el que no aparece rosa alguna por allí, y menos en esos pedregales. Llenó su poncho o larga ruana blanca con todas aquellas bellísimas rosas y se presentó a la Señora del Cielo.

Ella le dijo: “Hijo mío, el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla: Tú eres mi embajador. Rigurosamente te ordeno que solo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas para que puedas inducir al prelado a que te dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”.

Juan Diego se puso en camino, ya contento y seguro de salir bien. Al llegar a la presencia del obispo le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras y al punto lo cumplió: me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Helas aquí: recíbelas”.

Desenvolvió luego su blanca manta, y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la Virgen María, Madre de Dios, tal cual se venera hoy en el templo de Guadalupe en Tepeyac. Luego que la vieron, el obispo y todos los que allí estaban, se arrodillaron llenos de admiración. El prelado desató del cuello de Juan Diego la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo y la llevó con gran devoción al altar de su capilla. Con lágrimas de tristeza oró y pidió perdón por no haber aceptado antes el mandato de la Virgen.

La ciudad entera se conmovió, y venían a ver y admirar la devota imagen y a hacerle oración; y le pusieron por nombre la Virgen de Guadalupe. Juan Diego pidió permiso para ir a ver a su tío Bernardino, que estaba muy grave. El obispo le envió un grupo de personas para acompañarlo. Al llegar vieron a su tío estaba muy contento y que nada le dolía. Y vinieron a saber que había quedado instantáneamente curado en el momento en que la Santísima Virgen dijo a Juan Diego: "No te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó".

El obispo trasladó a la iglesia mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo. La ciudad entera desfilaba para admirar y venerar la sagrada imagen, maravillados todos de que hubiera aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

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