Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 24 de diciembre de 2020

Cristo es la luz del mundo


Todos los pueblos antiguos mostraron su fascinación por el sol que, con sus ciclos, regula la vida sobre la Tierra. De hecho, identificaban el Este geográfico con el lugar de la bendición. Lo vemos en el libro del Génesis, que presenta el jardín del Edén «en Oriente» (Gén 2,8). En el Nuevo Testamento, los sabios también llegaron «de Oriente» para adorar al Niño Jesús (Mt 2,2). 

Sin embargo, en oposición a la opinión de los pueblos vecinos, la Biblia afirma claramente que el sol no es una divinidad, sino una simple criatura de Dios (Gén 1,14ss), que sirve de mensajero de su gloria, obedeciéndole en todo (Sal 19 [18]), y condena a quienes lo adoran, embelesados por su belleza, sin comprender que su autor es mucho más hermoso (cf. Sab 13,2ss).

Eso no es obstáculo para que el brillo y el calor del sol hayan servido en el judaísmo para simbolizar la enseñanza de la Torá e incluso la gloria y el poder de Dios. La Sagrada Escritura llama a la Ley lámpara y luz (Sal 119 [118],105; Prov 6,23). 

En los rituales hebreos, todo lo relacionado con la luz adquirió un significado especial: la menorá del templo, el encendido de las velas para la oración familiar, la lámpara que luce en las sinagogas delante de la Torá (el "Ner Tamid"), el candelabro para las fiestas de Hanuká, etc.

El profeta Malaquías anunció al mesías como un «sol victorioso, que trae la salvación entre sus rayos» (Mal 3,20). Inspirándose en él, el padre de Juan Bautista anunció la llegada de «un sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas» (Lc 1,78) y Simeón llamó al niño Jesús «luz que alumbra a las naciones» (Lc 2,32).

Si la primera página de la Biblia habla de la creación de la luz (Gén 1,3), la última dice que la nueva Jerusalén no necesita iluminación, porque «su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23). El tema de la luz está presente desde el principio hasta el final.

Por su parte, Jesús se identificó con «la luz del mundo» y añadió que el que le sigue «no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida» (Jn 8,12). San Juan también afirma que Cristo «era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). En este sentido, se dice de Cristo lo mismo que del Padre: «Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1Jn 1,5).

También debemos recordar que Jesús pidió a sus discípulos: «Brille vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras den gloria a vuestro Padre del cielo» (Mt 5,16). 

San Pablo, por su parte, dijo a los primeros cristianos: «En otro tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Portaos como hijos de la luz» (Ef 5,8). 

Los Santos Padres insisten en que también la Iglesia está llamada a reflejar la luz de Cristo, como la luna refleja la luz del sol.

Con estos antecedentes, se comprende que los primeros cristianos dieran al sol significados místicos y que vieran en las fiestas paganas del solsticio de invierno una preparación para la revelación del Salvador del mundo, que vence sobre las tinieblas del mal y de la ignorancia, sacando al hombre de la noche del pecado. 

Un sermón del s. III, de autor desconocido, explica cómo sucedió: «Ellos llaman a este día “el día del sol invicto”. Pero, ¿quién más invicto que nuestro Señor, que ha destruido y vencido a la muerte? Lo denominan igualmente “día del nacimiento del sol”. Pero, ¿no es nuestro Señor el sol de justicia?»

San Agustín añade: «Regocijémonos, amados hermanos, pues este día ha sido santificado, no por causa del sol visible, sino por el nacimiento del invisible Creador del mismo. Así pues, el día en que la luz empieza a crecer era apropiado para señalar la obra de Cristo». 

Los Santos Padres decían que Cristo es la respuesta de Dios al anhelo de luz de los pueblos paganos.

Estas ideas influyeron en la disposición de los edificios de culto. Durante siglos, los templos cristianos se construyeron orientados, es decir, con el ábside mirando a Oriente, al lugar de donde surge el sol. 

Allí se pintaba a Cristo en majestad, dentro de una mandorla de luz (el "Pantocrátor"), con un rollo o libro en su mano izquierda y bendiciendo con la derecha, porque viene como sol benéfico, para iluminar nuestras vidas con sus enseñanzas. 

Al exterior, en el tímpano o en el parteluz de la puerta occidental, también se representaba a Cristo, normalmente rodeado del "Tetramorfos" y los veinticuatro ancianos, con escenas del Juicio Final, porque él vendrá al ocaso del mundo como juez.

Es natural que las imágenes del sol y de la luz, tan presentes en la Biblia, en la teología y en el arte, entraran en la liturgia. 

Hasta el presente, la Navidad celebra a Cristo como luz del mundo, que ilumina el sentido de la vida humana y de la historia. 

De manera especial, en las lecturas de la misa de la noche: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban en tierra de sombras y una luz les brilló» (Is 9,1). La luz que anunciaban los profetas se ha revelado como gracia que vence sobre el pecado, y como verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia. El evangelio también habla de la luz que envolvió a los pastores (Lc 2,9). 

Lo mismo sucede con las oraciones: «[Dios], que disipó las tinieblas del mundo con la encarnación de su Hijo, y con su nacimiento glorioso iluminó esta noche santa, aleje de vosotros las tinieblas del pecado y alumbre vuestros corazones con la luz de su gracia».

La identificación de Cristo con la luz se mantiene en los textos de los días siguientes, especialmente en la Epifanía, llamada en los rituales de finales del s. IV «ta hagia phota» (= las santas luces). 

Este simbolismo sigue apareciendo durante todo el año litúrgico, pero alcanza su culmen en la Vigilia Pascual, que comienza con una liturgia de la luz, en la que se bendice el fuego nuevo, del que se enciende el cirio pascual. 

En cada bautismo, el sacerdote enciende una vela en ese cirio y se la entrega a los padrinos y a los neófitos, mientras les dice: «Habéis sido trasformados en luz de Cristo. Caminad siempre como hijos de la luz». 

El cirio pascual preside igualmente los funerales, iluminando así la vida de los cristianos desde que nacen hasta que mueren.

Cristo, con su luz, nos permite comprender el plan salvador de Dios. Por él, la luz de Dios alcanzó a todos los pueblos. Sus enseñanzas son luz que nos ayuda a distinguir lo verdadero de lo falso, nos libera de la ignorancia y de la mentira, nos capacita para entender la revelación y para entendernos a nosotros mismos. 

Los cristianos deben dejarse iluminar por Cristo hasta transformar sus vidas en luz para el mundo. Especialmente, los santos son las lámparas que reflejan la luz de Cristo.

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