Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

jueves, 18 de enero de 2024

Dios es Padre. Comentario al Credo (2)


Mientras que algunas personas se dedican a servir a los más pobres en el nombre de Dios, otras organizan guerras y atentados también en el nombre de Dios. Hay quienes, en el nombre de Dios, se consagran al servicio de las mujeres más desfavorecidas, pero también hay quienes no las permiten estudiar y les practican la ablación del clítoris en el nombre de Dios. La imagen que tenemos de Dios influye en nuestras vidas más de lo que pensamos.

Los cristianos no podemos hacer referencia a un dios en abstracto, sin rostro ni figura, sino al único Dios verdadero, que se ha manifestado en Jesús de Nazaret: vivo y amigo de la vida, misericordioso, amante de los hombres, especialmente de los más débiles, Padre amoroso, siempre dispuesto a acogernos y a perdonarnos cuando nos volvemos a él.

En su oración, Jesús siempre se dirige a Dios llamándole «Padre» (en los evangelios le da ese título 130 veces). Se relaciona con Dios como un niño con su padre o su madre, lleno de confianza (porque sabe que su Padre quiere siempre lo mejor para nosotros), al mismo tiempo que siempre dispuesto a obedecerle (porque sabe que su Padre conoce mejor que nosotros lo que nos conviene).

Jesús llamaba a Dios «abba», que en arameo significa «papá» o «papaíto» y era la expresión con la que los niños pequeños llamaban a su padre de la tierra. Para Jesús, «abba» no es un título cualquiera, sino una experiencia de vida; indica que Dios es su Padre y que él es el Hijo de Dios. Jesús se comprende a sí mismo en total dependencia de Dios y como total apertura a Dios, por eso dice: «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34). 

Todos los enviados de Dios anunciaban el mensaje que habían recibido, daban testimonio de lo que habían oído; pero el testimonio del Hijo es el más perfecto, porque él anuncia lo que ha visto desde el principio (cf. Jn 1,18).Por eso puede decir: «La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 14,24).

Las cosas importantes que los cristianos sabemos sobre Dios las conocemos porque nos las ha revelado Jesucristo. Él es el Hijo único y eterno de Dios que, al llegar la plenitud de los tiempos, se hizo carne en el vientre de la Virgen María. Consagró su vida pública a la predicación del evangelio. Y una de las cosas más hermosas que nos ha revelado es que Dios es nuestro Padre y que nos ama apasionadamente, que quiere nuestra salvación y que siempre está dispuesto a perdonarnos cuando se lo pedimos humildemente.

Cuando los discípulos pidieron a Jesús que les enseñara a orar, el Señor les propuso que llamaran «abba» a Dios, como él mismo hacía. Invitó a los suyos a compartir sus sentimientos, a sentirse hijos amados del Padre, a participar ellos también de su peculiar relación con él.

San Juan lo entendió perfectamente, lo que le llevó a exclamar lleno de gozo: «Considerad qué amor tan grande nos ha demostrado el Padre, pues somos llamados hijos de Dios ¡y lo somos de verdad!» (1Jn 3,1). Solo a partir de esta certeza experimentada vitalmente podemos ser verdaderos cristianos y podemos orar como Jesús nos enseña. Quien no se siente hijo, podrá llamar a Dios «Señor» o darle otros títulos, pero no podrá llamarle «Padre» ni podrá tener con él la relación que tiene Jesús.

Además de presentar a Dios como Padre, la Biblia también habla de él como de una madre tierna y amorosa: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo» (Is 66,12-13).

De hecho, uno de los atributos de Dios del que más habla la Escritura es su «misericordia», que en hebreo se dice «rehamîm». Esta palabra designa el «útero materno» cuando se usa en singular («reham») y las «vísceras» cuando se usa en plural («rehamîm»). En la Biblia, este término sirve para señalar aquel sentimiento íntimo, profundo y amoroso que liga a la madre con el hijo de sus entrañas. Sentimiento que se traduce en acogida, ternura, paciencia, compasión, ayuda: «Efraín es para mí un hijo querido, un niño predilecto, pues cada vez que lo amenazo vuelvo a pensar en él; mis entrañas se conmueven y siento ternura hacia él» (Jer 31,20). Estando situado este vínculo en la parte más íntima de la mujer, el sentimiento que de allí brota está abierto a toda forma de cariño, de protección y de perdón.

Hablando del amor materno de Dios, dice el papa Francisco: «Como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así hace el Señor con nosotros. Todos los cristianos estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero solo podremos hacerlo si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por él, de ser amados por él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla... El Señor es padre y él dice que nos tratará como una mamá a su niño, con ternura... La gente de hoy tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien» (Homilía, 07-07-2013).

«Al designar a Dios con el nombre de “Padre”, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente, y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad, que indica más expresivamente la intimidad entre Dios y su criatura» (Catecismo, 239).

Puntos para la reflexión y oración

«Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». No creo en muchos dioses que compiten entre sí por reinar en el corazón de los hombres. Tampoco en un Dios solitario y aburrido, que crea otros seres para entretenerse o utilizarlos en su servicio. Creo en un Dios que es Padre amoroso, que desde toda la eternidad engendra a su Hijo, ama a su Hijo, se dona por completo a su Hijo. Y que es feliz generando vida, amando, donándose. Por eso decide crear otros seres a los que amar, a los que donarse, con los que compartir su felicidad. Y esto me hace confiar en que mi vida tiene un sentido, porque yo no estoy aquí por azar, sino por un proyecto amoroso de Dios, que es mi Padre, que me ama y que se entrega a mí, que quiere lo mejor para mí y que puede conseguirlo. Un niño no comprende totalmente lo que hace su padre, ni por qué lo hace, pero se fía de él. Lo mismo me sucede a mí. Sé que Dios está presente en mi historia y que un día la iluminará. Entonces comprenderé el sentido de los acontecimientos.

San Agustín de Hipona resume así el misterio de la Santísima Trinidad: «Dios es amor eterno: el Padre es el Amante, el Hijo es el Amado y el Espíritu Santo es el Amor que mantiene unidos a los dos». Bendito sea Dios, que nos hace partícipes de su amor, de su vida, de su cielo. A él la gloria por los siglos. Amén.

Dios me ama con corazón paterno, con entrañas maternas. ¿He interiorizado lo que significa que soy hijo de Dios? ¿Me siento mirado por él? ¿Me relaciono con él en la oración?

Si Dios es nuestro Padre, los hombres son mis hermanos. ¿Respeto a todos los hombres sin discriminar a nadie? ¿Cómo trato a los demás: familia, amigos, compañeros de estudios o de trabajo, desconocidos?

Oración de san Carlos de Foucauld (1858-1916)

Padre, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras;
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí 
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor del que soy capaz.
Porque te amo y necesito darme sin medida,
ponerme en tus manos,
con infinita confianza
porque tú eres mi Padre.

Oraciones de confianza de santa Mariam Bawardy, o.c.d. (1846-1878)

Señor, soy el pollito que atrapa el milano;
le picotea en la cabeza para aplastársela;
pero el pobre pequeñuelo huye
y se cobija bajo el ala de su madre para estar seguro.
Corrí hacia mi Padre y mi Rey, que vino hacia mí.
Me sentí como si fuera un pollito bajo el ala de su madre.

¿Con qué puedo compararme, Señor?
Con los pajaritos sin plumas en el nido;
si el padre y la madre no les dan su alimento,
mueren de hambre.
Así mi alma, Señor, sin ti
no tiene apoyo, no puede vivir.

¿Con qué te compararé, Señor?
Con la paloma que proporciona alimento a sus pequeños,
con una tierna madre
que alimenta a su criatura.


Tomado de mi libro "La alegría de creer. El Credo explicado con palabras sencillas", editorial Monte carmelo, Burgos, ISBN: 978-84-8353-865-4 (páginas 53-59).

No hay comentarios:

Publicar un comentario