Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

viernes, 15 de octubre de 2021

La vida de las carmelitas descalzas


Santa Teresa de Jesús  fundó el convento de San José de Ávila en 1562.  En el «palomarcico» de San José (así llamaba ella a sus conventos) estableció una manera de vivir que, en lo esencial, hoy se puede encontrar en cualquier Carmelo.

En San José de Ávila se recogen los principios esenciales de la tradición carmelitana, que ella había aprendido en el monasterio de la Encarnación y que nunca abandonará: la vida en obsequio de Jesucristo, marcada por el amor a la Palabra de Dios y una fuerte dimensión orante, el cultivo de la interioridad en el silencio, las referencias a María y al profeta Elías, como modelos de oración y de servicio.

A la herencia carmelitana se unen armónicamente otras intuiciones nuevas, que darán a luz lo que en el futuro será una de las más fecundas corrientes de espiritualidad que alimentan a la Iglesia. No es que Teresa tuviera todo claro desde el principio: serán la vida y el diálogo continuo con las hermanas de la casa los que irán marcando el camino a seguir.

Lo que sí tiene claro es que las monjas de San José se consagran por entero al servicio de Cristo. Él será el centro y la razón de su existencia, no las cosas que hagan ni los oficios que desempeñen. Jesús será su amigo, compañero y esposo, con el que quieren gozarse, al que están dispuestas a consolar y por el que no les importa morir. Se consagran a servirle y a amarle, no a la práctica de determinadas devociones o actividades religiosas, que solo serán útiles en la medida en que favorezcan la unión con Cristo.

Ante todo, las monjas de San José serán un «pequeño colegio de Cristo», compuesto por un máximo de trece mujeres (doce y la priora, como los apóstoles en torno al Señor, aunque más tarde ampliará el número hasta veintiuna). Pocas, pero firmemente vocacionadas. 

No admitirán presiones externas para acoger a unas u otras, ni aceptarán personas que busquen «remediarse», como dice ella. Las candidatas serán muy bien seleccionadas, para que solo entren aquellas que libremente quieran adherirse a su estilo de vida y estén capacitadas para ello. 

Insistía a sus hermanas en que «nunca dejen de recibir a las que vinieren a querer ser monjas por no tener bienes de fortuna, si los tienen de virtudes». Para ella es más importante un buen entendimiento que un buen apellido o una buena dote.

Teresa se cambia el nombre, como signo de que inicia una nueva vida. Ya no se llamará «D.ª Teresa de Cepeda y Ahumada», sino «Teresa de Jesús». Sus compañeras también cambian los apellidos civiles por otros religiosos. Entre ellas no es importante la familia de proveniencia, ya que todas se consideran iguales, hijas del mismo Padre celestial y esposas del mismo Señor Jesús. 

En principio, no se admiten legas ni criadas, ni tratamientos que indiquen la pertenencia a un estado superior, ya que se busca la vivencia de una fraternidad intensa y sencilla. «Aquí todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar», escribirá la madre Teresa, que añade que vivirán del trabajo de sus manos y que, independientemente del cargo que ocupen, todas se turnarán en los servicios necesarios para el mantenimiento de la casa: cocina, limpieza, lavadero, huerta, atención a la portería... «La tabla de barrer, que empiece por la priora». 

La autoridad se ejercitará como un servicio abnegado, avalado por la vida antes que por las leyes: «La priora procure ser amada para ser obedecida». 

Teresa quería vivir de acuerdo con la enseñanza de san Pablo, que recomienda: «Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable y de honorable; todo cuanto sea virtud o valor, tenedlo en aprecio» (Filp 4,8). 

Por eso, cuando más tarde ponga por escrito los elementos fundamentales que deben caracterizar a las carmelitas descalzas, antes de hablar de la oración o de las prácticas religiosas, considera que es necesario dejar claro que el verdadero fundamento de la consagración religiosa está en la práctica de las virtudes humanas y evangélicas que favorecen la convivencia: la autenticidad, la sinceridad, la afabilidad, la educación, el agradecimiento, la laboriosidad, la higiene... 

Recomienda especialmente la práctica de tres «virtudes grandes» para poder ser verdaderamente orantes: el amor de unas con otras, el desasimiento de todo lo criado y la humildad, que las abraza a todas y que consiste en «andar en verdad».

Texto tomado de mi libro "De la rueca a la pluma. Enseñanzas de Santa Teresa de Jesús para nuestros días". Editorial Monte Carmelo, Burgos 2015. Enlace a la reseña de la editorial aquí.

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