Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Jesucristo: un rey que manifiesta su poder en la debilidad


El año litúrgico termina con la fiesta de Jesucristo, rey del universo. Pero el evangelio que se lee este domingo (ciclo "b") nos dice que Jesús manifiesta su realeza durante el juicio ante Pilato y en el momento de la crucifixión (Jn 18,33-37). Sí, Jesús muestra su poder en la debilidad, reina sirviendo a los hombres hasta dar la vida por ellos.

La segunda lectura de este año, tomada del Apocalipsis, confiesa que el amor de Jesús se ha manifestado en que nos ha liberado de los pecados con su sangre (Ap 1,5-8).

Jesús reconoce en el evangelio que su reino no es de este mundo, por lo que no puede regirse por las leyes de este mundo, en las que el poderoso manda y los demás obedecen. Él respeta nuestra libertad y mendiga nuestro amor, lava nuestros pies y nos libera de nuestras ataduras, pero solo cuando se lo permitimos, cuando le abrimos las puertas y le dejamos actuar.

Algunos querrían encontrar en Jesús un revolucionario ocupado en luchar contra la ocupación romana y restablecer el reinado de David sobre la tierra.

Nada más contrario de la realidad. Cuando los galileos quisieron hacerlo rey, después de la multiplicación de los panes, lo rechazó (Jn 6,15). Y el domingo de ramos no entró en Jerusalén sobre un carro de guerra, acompañado de soldados, sino sobre un asnillo prestado, acompañado por las aclamaciones de los niños.

Nuestro rey asumió voluntariamente la debilidad y su reino sigue siendo frágil. No se impuso con la fuerza hace dos mil años y sigue respetando la libertad de los hombres, que pueden acogerlo como rey de sus vidas o rechazarlo.

«Rey sois, Dios mío, sin fin, que no es reino prestado el que tenéis. Cuando en el Credo se dice: “Vuestro reino no tiene fin”, casi siempre me es particular regalo. Aláboos, Señor, y bendígoos para siempre; en fin, vuestro reino durará para siempre» (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección 22,1).

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