Reflexiones diarias sobre argumentos de espiritualidad y vida carmelitana, con incursiones en el mundo del arte y de la cultura

martes, 20 de noviembre de 2012

Comentario al Credo (9)

En el mes de octubre hablamos del año de la fe, de la doble redacción del Credo (el apostólico y el niceno-constatinopolitano) y comentamos la primera parte (Dios Padre y su obra creadora) y la segunda (el Hijo de Dios hecho hombre, su encarnación, vida, pasión, muerte y resurrección). A partir de hoy comentaremos la tercera parte del Credo: la fe en el Espíritu Santo, la Iglesia, la comunión de los Santos, el perdón de los pecados y la vida eterna. Comenzamos con la afirmación Creo en el Espíritu Santo.

En el Antiguo Testamento, el Padre revela algo de su propia identidad, hablando en primera persona: «Yo» no quiero la muerte del pecador... Lo mismo hace el Hijo en el Nuevo Testamento: «Yo» soy el camino... El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio (Gen 1,2) hasta el final (Ap 22,17), pero nunca ha hablado con el pronombre personal «Yo». Por eso solo podemos conocerlo a partir de sus obras. Es como el viento: no lo vemos, pero sí que sentimos que nos mueve las ropas y el pelo y lo escuchamos cuando mueve las ramas de los árboles.


El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes de salvación sobre el mundo. Dios lo derramó sobre Moisés y sobre los otros personajes que tenían que cumplir una misión importante a favor de Israel. También lo derramó sobre los profetas, para que pudieran hablar en su nombre. Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y actuó siempre movido por el Espíritu Santo. Finalmente, el día de Pentecostés, san Pedro afirma que Jesús «ha derramado el Espíritu Santo sobre nosotros, como vosotros mismos veis y oís» (Hch 2,33). Con la fuerza del Espíritu Santo, los Apóstoles superaron sus miedos y se pusieron en camino para anunciar el evangelio en el mundo entero. Iluminados por el Espíritu, algunos de ellos escribieron los evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento.

Por el bautismo y la confirmación, el Espíritu «ha sido enviado a nuestros corazones» (Gal 4,6). El Espíritu del Hijo nos convierte así a nosotros en hijos de Dios: «Así que ya no eres esclavo, sino hijo» (Gal 4,7). Él hace de nosotros piedras vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios [...], formando un templo santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el edificio para ser, mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef 2,19-22). El Espíritu es el que suscita los carismas y ministerios para la construcción de la Iglesia y es el que actúa en los sacramentos, haciendo que nos transmitan la salvación de Dios. 

«El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu. En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 731-732). 

Preguntas para la reflexión: El Espíritu Santo nos ayuda a pensar como Jesús, a sentir como Jesús, a amar como Jesús. ¿Me dejo guiar por el Espíritu Santo en mi vida de cada día? ¿Le pido ayuda para vivir como verdadero cristiano y para dar testimonio de mi fe ante el mundo?

Los 12 frutos del Espíritu Santo son: Caridad, Gozo, Paz, Paciencia, Mansedumbre, Bondad, Benignidad, Longanimidad, Fe, Modestia, Templanza y Castidad. ¿Los he experimentado alguna vez en mi vida? ¿He recibido ya la confirmación?

Oración al Espíritu Santo:


Ven, Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo. 
Padre amoroso del pobre, 
don, en tus dones espléndido; 
luz que ilumina las almas 
fuente del mayor consuelo. 

Ven, dulce huésped del alma, 
descanso en nuestros esfuerzos, 
tregua en el duro trabajo, 
brisa en las horas de fuego, 
gozo que enjuga las lágrimas, 
y reconforta en los duelos. 

Llega hasta el fondo del alma 
Divina luz y enriquécenos. 
Mira el vacío del alma 
Si Tú le faltas por dentro. 
Mira el poder del pecado 
cuando no envías tu aliento. 

Riega la tierra en sequía. 
Sana el corazón enfermo. 
Lava las manchas. Infunde 
calor de vida en mi hielo. 
Doma al espíritu indómito, 
guía al que tuerce el sendero. 

Reparte tus siete dones 
según la fe de tus siervos. 
Por tu bondad y tu gracia 
dale al esfuerzo su éxito. 
Salva al que busca salvarse 
y danos tu gozo eterno. Amén.

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